Un ejecutivo alcohólico

Reimpreso de (Boletín Ganar Aliados no.55) con permiso de la Central Mexicana de S.G. de A.A., A.C.

 

Apreciable lector:

 

Soy un miembro de la fraternidad internacional de los Alcohólicos Anónimos. Habiendo ocupado puestos gerenciales y de dirección durante mi trayectoria profesional, entiendo su interés por ayudar a ese empleado o compañero laboral con preciadas habilidades para su empresa, pero preocupante por las consecuencias que puede traer consigo su desmedida forma de beber. Le agradezco por tanto permitirme compartirle mi experiencia y un breve punto de vista sobre el padecimiento conocido como alcoholismo.

 

El carácter puede amargarse tras años de sufrimiento y repetidas frustraciones, mas nunca directamente por el alcohol — la amargura y la neurosis no son privativas del enfermo alcohólico —. Es una percepción inexacta pensar que el alcohol «provoca» cambios en la personalidad; que nos «empuja»cometer algún acto determinado «ajeno» a nosotros mismos; que nos «convierte» en «otra persona». Lo que efectivamente hace es permitir que nos mostremos, sin fingimiento, tal como somos — pues tiene un efecto inhibidor sobre los mecanismos que nos previenen de exteriorizar sentimientos, pensamientos o actos que consideramos íntimos —. Cuando se dice popularmente que el borracho dice siempre la verdad, ello no quiere decir necesariamente que lo que dice sea fácticamente cierto, sino que es la verdad de su mundo interior.

 

Igualmente inexacto es creer que el alcoholismo «progresa »: es el cuerpo — cerebro, hígado, corazón, etcétera — lo que se va degradando prematuramente, a veces con daños

 

irreversibles, por ingerir constantemente grandes cantidades de alcohol. Aunque se interrumpa definitivamente su uso, otros síntomas de la misma irregularidad orgánica original persisten: hipersensibilidad emocional y «alergia» al alcohol.

 

 

Ni disminuye ni aumenta, porque, en realidad, algún tipo de irregularidad orgánica siempre estuvo ahí, es congénita en el llamado alcohólico. Un alcohólico tiene un organismo diferente, anómalo; y una de las características de este desorden es que su organismo no puede procesar el alcohol como cualquier otra persona no‑alcohólica. Por ello, esperar que un alcohólico «aprenda a beber» tiene tantas posibilidades de éxito como esperar que la dinamita «aprenda a no explotar» cuando entra en contacto con el fuego.

 

Incontables ocasiones bebí alcohol siendo niño, pero siempre en pequeñas y controladas cantidades: varias veces a la semana mi abuela paterna me daba por la mañana vino de jerez con uno o dos huevos, porque «me hacía bien». Tampoco era raro que ella misma nos llamara a mi hermano y a mí espontáneamente, cualquier mañana, para darnos unas copitas de rompope (siempre muy bienvenidas por mí). Otras ocasiones eran los brindis de Navidad y Año Nuevo; en cuanto probaba la sidra quería más y más, pues sin saberlo ya estaba yo «picado ». Los fines de semana era común que hubiera cervezas en casa, y nos daban desde unos sorbos hasta una lata completa a mi hermano y a mí. Pero él no tenía mi irregularidad orgánica, nunca mostró la compulsión de seguir; él bebía lo que fuera y al momento siguiente ya estaba en otra cosa, sin importarle el alcohol. Yo era diferente. Nunca «me hice» alcohólico: nací así; soy alcohólico. En mi familia «bien» siempre hubo vinos y cerveza, y yo jamás me negué a una oportunidad de beber alcohol. El deseo por más y más alcohol lo tuve siempre, de la manera más natural y sin remordimientos. No empecé a beber para «ahogar penas», ni porque me sintiera frustrado o acomplejado.

 

Ahí estaba el alcohol… y me gustaba. Eso es todo. El alcohol no «me alejó» de ninguna noble intención — es una trampa del orgullo culpar a una substancia inanimada —. Fui yo mismo quien, por falta de un propósito centrado en un concepto articulado y significativo de la vida — tras el cual habría ido dócil mi voluntad — desperdicié años irrecuperables, viviendo en la pura inmediatez. Con ayuda del efecto desinhibidor del alcohol buscaba experiencias transitoriamente placenteras, exteriorizando fantasías, deseos y emociones secretas (por lo que generalmente me arrepentía a la mañana siguiente).

 

Pero nunca confundí placer con felicidad; me era claro — y más conforme pasaban los años — que cada día era más infeliz, y no entendía por qué no podía parar de beber. Me sentía completamente perplejo, incomodísimo y molesto cuando alguien me preguntaba (¡o reclamaba!) por qué no podía beber como tal o cual persona; es decir, tomar una o dos copas y parar. No lo sabía.

 

Cuando en la empresa ya era de todos conocido — también de proveedores, clientes y personas ajenas — lo borracho que yo era, y empezaban a ser repetitivas e inverosímiles mis excusas, «emprendía el vuelo» a otra compañía (so pretexto de que ahí ya no me ofrecían oportunidades de crecimiento y que buscaría algo mejor en otro lado), queriendo, sinceramente, empezar de nuevo, «moderando» mi forma de beber.

 

Dos ocasiones me tardé en retirarme «a tiempo»… dos veces pasé la vergüenza de ser despedido por borracho — pero fueron experiencias invaluables y necesarias para, un poco más adelante, admitir que no podía solo y buscar ayuda, dispuesto ya a hacer lo que fuera necesario. El alcohólico nunca querrá dejar de beber de una vez por todas si no ha tocado su propio fondo de sufrimiento. Vi acercarse mi fondo tras perder dos empleos y una esposa. Pero el golpe definitivo fue hallar el cuerpo de mi padre, quien murió prematuramente por su propio alcoholismo. Tal como me encontraba, ya no veía ningún sentido en la vida. Diez días después, una mañana, queriendo levantarme de la cama, solo, débil y crudo, caí de rodillas. Algo único pasó en mi interior.

 

 

 

 Sentí una presencia inefable. Pedí a Dios: «Dame, Te lo ruego, una oportunidad más: voy a cambiar mi vida». La noche de ese día, 26 de junio de 1996, llegué a Alcohólicos Anónimos, donde me dijeron lo que nadie anteriormente (ni médicos, ni psicólogos, ni sacerdotes): «No eres nada de lo que has dicho: tú eres un enfermo alcohólico, y es una enfermedad incurable».

 

«¿El alcoholismo es una enfermedad? ¡Pero claro! ¡Eso lo explica todo!» — pensé sin dudarlo —. Dejé de beber ese día de una vez por todas. Aún no entiendo por qué mi patrón en esa época no me corrió: por mi irresponsabilidad se vino abajo un proyecto decisivo, y continuamente faltaba los lunes (si no más días) a laborar. Pero le sigo agradeciendo que creyera en mí y tratara de ayudarme — aun sin saber cómo —. Antes de parar de beber, me dijo una vez: «Eres la persona más incomprensible que haya conocido: en un momento eres sumamente brillante, y al siguiente eres ¡tan torpe!». Ahora, veintiún años después, seguimos siendo grandes amigos y me ofrece abiertas las puertas de su casa.

 

Un día a la vez puedo hallar paz dejando de buscar culpables — que no existen — de mis desequilibrios y propensión al desbordamiento emocional, procurando con la ayuda de Dios hacer el mejor uso de mi organismo tal como es, dedicando mi atención, esfuerzo y capacidades a servir útilmente en una obra mayor a mí mismo, que trascienda mi tiempo y espacio, por amor a Dios, al prójimo y a todo lo creado. Si no existiera el alcohol, a los que nacemos así, con este organismo «susceptible», los médicos nos habrían llamado de otra manera. Pero, como el síntoma más prominente es nuestra compulsión por el alcohol, nos llaman alcohólicos. Es mucho más complicado que un asunto de «desajustes psicológicos »; es orgánico.

 

La persona alcohólica va a seguir siendo hipersensible y propensa a los desbordamientos emocionales, siempre. Por eso, el programa de Doce Pasos está orientado a la edificación de un carácter sustentado en principios espirituales de validez universal, con lo que el individuo procura vivir de una manera útil a Dios como él lo entienda, en todo ámbito de su vida y en comunidad con sus semejantes. Llama la atención la frecuencia con que los alcohólicos mencionamos que el alcohol nos liberaba del temor (a la vida, a la gente o a cualquier otra cosa o situación); que con unas copas en la cabeza nos volvíamos audaces — ¡bien que lo sé! —. Un aspecto rescatable de esas experiencias es que nos muestra que las limitaciones son básicamente autoimpuestas; que hay un potencial considerable que podría ser aprovechado — de liberarlo adecuadamente.

 

Posiblemente el propio enfermo de alcoholismo nunca llegue a comprender cabalmente su propio padecimiento, pero, si su propio sufrimiento ya lo arrojó a la playa de Alcohólicos Anónimos, y está dispuesto a persistir cada día en rendir su vida y voluntad al cuidado de un Poder superior a sí mismo (Dios como cada uno lo entienda), su vida entera cambiará gradualmente para bien en modo irrevocable.